- Descargar
Elena, la joven empleada inmobiliaria, atractiva y curvilínea tan dulce como su sonrisa, -aunque aquellas curvas fueran más sugerentes y sumamente más peligrosas que su sonrisa, indudablemente más turbantes- me recibió cordialmente en el portal, haciendo uso de un verborrágico monólogo finamente estudiado en cada detalle, para indicarme finalmente que le acompañara en el ingreso a la casa.
Era la encargada de mostrarme la bellísima mansión, que se alzaba en pleno Boulevard Carmesí, una magnífica mole de mármoles y finas maderas, caobas, robles ; adornos imponentes de cristal, bronce, plata y oro, escaleras con barandales macizos, cuadros y pinturas de exquisitos autores. Y su mejor sonrisa para ocultarme las pocas bondades que los años se atrevieron a robarle a aquel inmueble impresionante.
Pero mi ojo clínico, mi sagaz perspicacia, mi delicada intuición, ya habían dictaminado, apenas cruzado el umbral, apenas traspasado el dintel, que aquella era “la casa”. La residencia donde acabaría mis días. Lo sentenció la fragancia a jazmines proveniente de los jardines, la luz pura que penetraba los ventanales. Adoré la fachada de ladrillos antiguos, la firmeza energizante de sus cimientos, la fuerza rojiza de sus tejas. Desde la amplitud del living y la comodidad extensa de los dormitorios, hasta los marmóreos baños de griferías en oro. Desde el hogar rústico de acogedores leños ardientes hasta la sobria biblioteca repleta de libros nunca leídos. Desde la increíble cocina, hasta le inexistencia de un sótano que detesté desde niño.[...]