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 Article publié le 12 juillet 2008.

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En algunos lugares, la isla de Formentera no mide más de dos kilómetros de ancho. En aquellos tiempos de los cuales vamos a hablar, resultaba un mundo que se podía cualificar de estrecho. E incluso a veces de estrechado. Basta con escuchar a esas voces que todavía resuenan en los huecos de las cuevas de la Mola y que a todos los vientos refunfuñan lo ocurrido, lo del nen Joaquín de la Insula, que nació en esa tierra desolada, de una madre de la cual todavía se sigue hablando hoy en día. En Formentera, hasta las rocas cuchichean la historia.

“¡Si que es guapa ! Muy linda. ¡Ojo ! Guapa, ¡demasiado guapa ! ¡Ojo ! Las fulanas crían brujas y las brujas aovan sapos ! ¡Ojo ! Es muy guapa, demasiado hermosa. ¡Demasiado linda para él ! " Al salir de misa, cuando pasaban Antonia Jarramilla y Perico de la Insula, había tres viudas, viejas negras y secas, que canturreaban éstas y otras lindezas, en voz baja, y a veces no tan baja. Antonia reaccionaba a veces con un ademán estrambótico o un hipo descontrolado. Perico, su marido, nunca mostraba emoción alguna, dedicándose a arrastrar a su mujer lejos de la plaza pública. No valía la pena luchar. Las viejas eran lo de menos, siendo la cruel realidad el inapelable veredicto popular isleño en torno a Antonia. Nunca fue expresado en voz alta ni tampoco escrito en papel, pero se deducía de una multitud de signos harto reveladores. Por ejemplo, nunca aceptaron Antonia en Can Toni, el único bar del pueblo del Pilar, y cuando el juego de las naranjas[1], no la dejaban ni sentarse a proximidad. Las mujeres parecían no enterarse de la presencia de ésta, jugaban entre ellas, sin obsequiarle ni una sola mirada, exactamente como si fuese un hombre. Perico no podía beber tranquilo ni charlar con los suyos, con esa esposa suya, bella y nerviosa, dando vueltas despeinada entre las dos salas. Resultaba el hecho de que el padre de Antonia era francés. Por lo menos, había zarpado a bordo de un barco francés después de haberla concebido furtivamente entre las sabinas de Sa Sequía, con Araceli Jarramilla, desmayada de placer, como siempre que le cantaban en francés. Tenía él una voz de azafrán, musitándole al oído Plaisir d’amour ne dure qu’un jour[2]... Araceli, los ojos húmedos, tarareó, durante días enteros, este refrán que no entendía. Pero el marinero nunca volvió a cantársela. Para esconder su creciente vergüenza, Araceli se cobijó en una choza solitaria al lado de las Salinas. Por algo se llamaba Pudent el estanque que las bordeaba. La gente de la isla evitaba estos lugares, que suponían infectados con la fiebre amarilla u otras pestes. Fue allí dónde Araceli dio a luz y crió a Antonia, una niña salvaje cuya belleza e inteligencia dieron que hablar en toda la isla. Hechos y rumores misteriosos agitaban las imaginaciones, como que la muchacha consiguió aprender a leer y escribir, después de ser expulsada de la escuela de San Francisco Xavier, por haber mordido a Perico de la Ínsula hasta hacerle sangrar. Más aún, se decía que la moza sabía incluso lenguajes extraños y lejanos, como el francés, que hablaba sin haberlo oído nunca, aparte de los refranes fonéticos que su madre musitaba. Un día de tramontana, Araceli, roída por la sal de sus pesares, enfermó y se fue prematuramente, dejando a Antonia todavía adolescente sola frente al viento. A ésta, no le quedó mucha elección y dijo sí al primero que se presentó. El atrevido se llamaba Perico de la Insula. A pesar de su juventud, lo que más destacaba en él era su barriga, de animal marino según algunos. A instancias de sus padres, consiguió aprobar todas las asignaturas para Guardia Civil y fue afectado al faro de la Mola como guarda costas destinado a la represión del contrabando. La población entera de Formentera se regocijó de que hubiese sido elegido un hombre tan apto para el puesto. Los humanistas del pueblo comentaban entre sí que tuvo valor el Perico de casarla, cuando en realidad sabían que había tenido mucha suerte. Antonia Jarramilla era, y de mucho, de muchísimo, la doncella más hermosa de toda Formentera. ¿Llegaría Perico, con su tripa de vaca marina a apresar ese cuerpo de caña, esa cabellera salvaje, negruzca y brillante, siempre suelta y volando como alas de ciervo, y sobre todo este carácter indomable de bastarda ? Fue ella quién lo mordió a él y desde entonces está enmarañado. Los chicos se reían, dándose la vuelta al cruzarse con ellos, y sobre todo con ella. Perico de la Insula, para precaverse de más trastornos sociales, ya que había alcanzado una posición social de cierta envergadura, encerró a Antonia su mujer en la casa contigua al faro.

El cuerpo del edificio, constantemente al borde del desplome, parecía amarrado al faro para no caer al vacío. Unos cien metros más abajo, un terco y oscuro mar se comía la roca indefensa. Más allá, la mirada se ahogaba en el último azul. Ni una ventana daba hacia la tierra, hacia el erial de la Mola dónde algunos árboles maltrechos se asían entre las rocas cubiertas por las cartografías turbantes de los líquenes, cuyo trazado se semejaba al de las flores de sal que crecían en las paredes de la casa. El pueblo de El Pilar quedaba lejos, a unos dos kilómetros. Sólo los perfumes de África subían a veces hasta la casa dónde estaba encerrada Antonia. Sin embargo, fue aquí donde nació el inesperado fruto, Joaquín de la Insula, el mismo día que inauguraron, frente al faro, el monumento en homenaje a Julio Verne. A lo largo de los años, Antonia se reveló madre posesiva, aunque no le gustase ni tocar ni besar a su hijo. Lo quería en casa, pero no demasiado cerca, a lo menos por detrás de la reja de su propia ansiedad. Ella se sentaba en el sillón del salón y miraba al mar. A ratos su inquietud la sumergía en una ola de gruñidos, que no dirigía a nadie en concreto. Joaquín la escuchaba, como quién oye la voz profunda de la naturaleza, el lejano mugido del viento marino en las cuevas del acantilado.

" Nuestra isla, desgraciada, alejada de todo... Los malditos Aragoneses la han roído por entera. Sin embargo, aquí hubo fuentes y manantiales. Pueblos antiquísimos poblaron nuestra roca. Construyeron templos y cultivaron esta tierra por hoy tan árida. Tu nombre, Joaquín, viene de estos tiempos míticos y significa : él que prepara a Dios. Cuando Dios viene, todo está listo... gracias a Joaquín... Que seas siempre consciente de tu nombre, hijo mío, que te guíe por la vida y te ayude a evitar a nuestros enemigos, esos Aragoneses malhechores que se apropiaron de nuestras islas, y de muchas pequeñas cosas no obstante muy grandes, como el arte de espaldar higueras o la construcción con piedras secas.. ."

Por la tarde, volvía Perico y gritaba desde el umbral del porche : "¡Antonia ! ¡Deja al hijo en paz ! y ven a saludarme ¡mujer !". No soporto su acento aragonés, le murmuraba Antonia al niño antes de obedecer. Perico se dirigía luego al salón, arrastrando consigo sus frustraciones cotidianas, pero, al ver a Joaquín, su tupido bigote se ablandaba y su impresionante barriga se distendía mientras temblaba de alegría. Lanzaba su hijo al aire, lo besaba, le frotaba las mejillas con su bigote, le apretaba en su pecho... De repente Antonia se le acercaba y, maliciosamente, le preguntaba qué tal le había ido la jornada. Día tras día, Perico, tosiendo y encogiéndose de hombros a modo de respuesta, soltaba a su hijo para encerrarse en una muda ebriedad, mientras Joaquín volvía a sus juegos solitarios, como arrancar las alas de las moscas o perseguir ratones y lagartijas. A veces y al cabo de varias horas, Perico dejaba caer una respuesta largamente madurada, que se apagaba en medio de la más absoluta indiferencia familiar.

 - Tengo más conchas que un galápago. Ya verán. Un buen día los pillaré...

Perico perseguía a los contrabandistas, en nombre de la ley, con la vaga esperanza de incrementar algo su sueldo administrativo. Pero nunca había consiguió cazar a ninguno de sus legendarios enemigos, a pesar de conocerlos a todos. En Formentera, en esos tiempos, no había nadie en su sano juicio que no se hubiese dedicado al estraperlo, por lo menos de forma esporádica. El problema era pillarlo en el acto, porque el contrabandista lo era únicamente durante su oficio. En otros momentos de su vida, podía ser panadero, campesino o lo que fuese y no había manera de ahondar su duplicidad. Por lo tanto, era imprescindible entrar en la intimidad del mar, para llegar a vislumbrar sus sigilosos e ilegales movimientos. Con terquedad, Perico cumplía con su deber y, al amparo de su gran sentido de la responsabilidad, se emborrachaba regularmente en compañía de los pescadores de Es Calo, aquellos que sabían todo del mar –y que ocasionalmente trapicheaban, pero en estas noches con Perico, no eran más que pescadores-. Perico recuperaba aliento cuando, entre dos vasitos de Hierbas, los pescadores le avisaban de los movimientos marítimos inusuales que habían percibido desde sus laúdes[3]. Perico acababa dormido completamente borracho, mientras los pescadores de Es Caló cargaban tranquilamente cajas de tabaco “americano”. Todo eso era de dominio público : todos y todas se burlaban de Perico de la Insula y, a pesar de que no les gustaban los guardias civiles, le apreciaban sólo por ser tan tontorrón. 

Aunque no saliera, Antonia lo sabía todo de las sandeces de su marido, porque las vecinas solían venir a cuchichear bajo sus ventanas. Pero ella pretendía sentir la isla con sus tripas, en las cuales el menor ruido resonaba tremendamente, y así se lo contaba a su hijo. A Joaquín no parecía interesarle nada más que la montaña de La Mola. Antonia solía insistir y rectificarle : La Mola no era una montaña, a lo mejor se la podía cualificar como el único montículo de toda la isla pero no era una montaña. Durante las largas tardes de verano, le había revelado a Joaquín todos los secretos de sus entrañas, un auténtico laberinto encantado, sueño y amparo de contrabandistas. En lo hueco de la Mola, se ubicaban calles, avenidas, plazas, calabozos y escondites, túneles y ramales, pozos secretos desembocando en medio de los jardines de las casas del Pilar. Un universo mítico, una cuidad secreta con la cual el niño soñaba cada noche...

Alzándose encima del gran vacío, en un altillo que sobresalía de la casa, se encontraba la habitación de Joaquín. Los días de tormenta familiar, que solían acompañar a los temporales, el niño se refugiaba en su vertiginoso nido. Tendido en su pequeña hamaca de cáñamo, se ejercía en un arte mágico que se había inventado. Con una sencilla cuerda, protegía a sus progenitores de su propio desastre. En su altillo, anudaba una y otra vez la cuerda para intentar evitar que se deshilase la historia que, abajo, tendía a repetirse patéticamente. Perico volvía cada vez, oliendo a Hierbas que apestaba ; Joaquín hacía un bucle y enganchaba en este la otra extremidad de la cuerda. Antonia le chillaba a su marido en francés Voyousse ! Tu as bu ![4]  ; enredando la cuerda, Joaquín formaba otro bucle. Perico alzaba la mano para aplacar los chillidos de Antonia ; Joaquín revolvía una extremidad de la cuerda hacia el primer bucle. "¡Te odio !" gritaban los padres al unísono ; Joaquín introducía la cuerda a través de los dos bucles y tiraba de un golpe bien seco. Los padres estaban revolcándose en la cama y no había que molestarles. Sin embargo, a veces el proceso mágico de control de los ánimos de sus padres fracasaba, a causa del más leve detalle, como un cambio de nudo. El nudo corredizo representó, a su manera, una etapa fundamental. En el transcurso de aquella noche, Perico ebrio voceó, una vez más, sus últimas aventuras. "En la oscuridad, sin temor ni cobardía, andaba a grandes zancadas por el pie de la Mola...". El otro día estuvo a punto de detener a un grupo de contrabandistas, pero consiguieron los malhechores y sus ilegales mercancías esfumarse no se sabe dónde. Pero la próxima vez, Perico de la Insula los pillaría a tiempo y entonces ¡todos a la cárcel ! como Dios manda. Antonia, con voz de miel y muy mala leche, le recordó que en una isla no era posible detener a todos los vecinos y que encima nunca Dios había mandado detener a un sólo contrabandista. Poco a poco la mujer se enfureció, afirmando que esas ridículas fantasías, había de abonarlas en cuenta de los padres de él, y acabó increpándole que su necia tozudez le había reducido al lastimoso estado de Guardia Civil, o sea, payaso del pueblo, del cual todos se reían. Nunca estos padres malvados, abuelos sin corazón, suegros de caricatura, habían querido mezclarse con ella, mujer de su único hijo, madre de su único nieto, cuya existencia nunca quisieron reconocer. Perico, se levantó, fluctuante y patético, contestándole con una canción romántica que había escuchado en un burdel de Eivissa en boca de una manceba ecuatoriana. Pensaba así calmar a su esposa, cuyos gritos le nublaban los ánimos, hasta el punto de borrarle el entorno más próximo. Y eso que aún no había limpiado su escopeta.

"El mármol de la tumba abandonó,

Cavó la tierra y se llevó en sus brazos

El rígido esqueleto de la niña

Y celebró sus bodas con la muerte."

Reconociendo la voz de la perversión y de la lujuria, Antonia rompió en llantos, arrancándose el pelo, clamando el castigo divino sobre este desgraciado hogar. Aterrado en el altillo, Joaquín, sudando, se enredó una vez más con la cuerda. Pero el nudo corredizo no corría, no había remedio. Antonia gritaba en francés, palabras sin sentido y de consonancias por lo menos extrañas : je pars, je pars[5]. Perico limpiaba su escopeta, con las manos temblorosas. Joaquín, enojado hasta extremos poco sospechables, quiso tirar el nudo rebelde por la ventana. La única apertura de su habitación era un estrecho tragaluz que sólo alcanzaba subiéndose encima de un baúl. A duras penas, asomó la cabeza. Lo que vislumbró debajo le provocó una sutil mezcla de náusea y de goce. Tiró entonces la cuerda por la ventana, escupiéndole al mismo tiempo. El viento marino le devolvió en la cara sus viscosos humores. Resultó su primera lección sobre el mar : hay que tener cuidado de todo, y en primer lugar, de sí mismo. Joaquín cerró la ventana y decidió que, antes de conocerse a sí mismo, exploraría la tierra, menos exigente. Sin embargo, se sorprendió, volviendo a su hamaca, de no oír ningún ruido abajo. Aparentemente, los padres estaban en la cama pero no se movían. Al día siguiente, no se pelearon. Para Joaquín, el nudo corredizo debía permanecer en su memoria como el nexo del misterio. Quizás no sea pura casualidad que fuese también la noche en la cual tomó la primera gran decisión de su vida, atreviéndose a desafiar a su madre.

Empezó entonces a alejarse de la casa del faro en círculos concéntricos, cada día un poco más lejos. Antonia desesperada intentó disuadirlo, describiéndole toda clase de gnomos perversos, dragones dentudos, brujas verrugosas, serpientes escamosas, peces golosos, pulpos solapados, y otros más aragoneses que poblaban la isla, hasta en las cercanías más próximas de la casa del faro. Pero no sirvió más que para azuzar el afán conquistador de su hijo.

Investigó todos los rincones de la meseta de la Mola sin encontrarse con ninguno de los monstruos mencionados por su madre. No halló nada tétrico ni en la pineda, ni tampoco en los acantilados, ni siquiera en el cementerio o en las ruinas escondidas del monasterio de San Augustí. No obstante, descubrió que el camino romano bajaba hasta el nivel del mar. Había abajo toda una vida desconocida agitándose, una vida de campo, con higueras, olivos y tierras labradas, una vida en apariencia similar a la de la Mola, pero desprovista de los fenómenos invisibles que perturbaban la existencia de la Mola. Lo cierto resultaba que por primera vez desde que se había escapado de la casa del faro, Joaquín veía las cosas claramente. Desde el limite del bosque de pinos, la isla de Formentera se perfilaba como un carguero gigante, en el cual la casa del faro era el castillo de popa, desde donde se comandaba el buque. Las líneas del enorme barco resultaban muy elegantes. Al pie del monte de la Mola, las faldas del puente trasero, delineadas a estribor por la playa de Ses Platjetes y a babor por la de Mitjorn, luego el puente principal, cargado del pueblecito de casas blancas y cúbicas de San Ferrán. Más allá se veía la proa, dominada por el castillo delantero, la capital de la isla, San Francisco Xavier. Al sur, se perfilaba la escobén de piedra arenisca rosa de Cabo Berberio. Al extremo oeste, la roda de La Sabina se adelantaba entre las aguas. La isla se dirigía rumbo oeste, noroeste, hacia Valencia, una lejana tierra con el invisible continente español amontonado por detrás, como al acecho. El horizonte quedaba estrechado, el mar limitándolo por todos lados, a pesar de la silueta de Eivissa, así como la más lejana, sólo visible en invierno, de Mallorca. La isla de Formentera era un carguero precioso y potente y Joaquín era su capitán.

Lo descubrió en una noche de luna llena. Perchado en las ramas de un alto pino, sintió el viento levantarse repentinamente, hinchando las velas de los primeros pinos del bosque. ¡El carguero gigante zarpaba ! Una invisible bandera chasqueó en el halo rojizo de la luna y las gaviotas gritaron. El gigantesco buque se deslizó, majestuoso por el mar plateado. Las borrascas aullaron melancólicos adioses a Eivissa que parecía alejarse. Un gran soplo se llevaba al barco Formentera, lo empujaba fuera de su condición de tierra perdida poblada de mezquinos aragoneses e imperceptibles monstruos, hacia su verdadera naturaleza mágica. Los isleños, confinados en sus chozas, dormían agitados y temblorosos, sus sueños habitados de locura selenita, o más bien de pavor a ésta, de temor a que su mundo pudiera resultar tan distinto. Sin embargo, bajo la luz de la luna, no pasaba nada espantoso en el barco gigante pero se precisaba una fuerza descomunal para enfrentarse a esta calma tan particular. Joaquín, abofeteado por las ramas de pino, miraba a la luna. La lívida figura estaba surcada de canales que le dibujaban arrugas de despecho. ¿Por qué mostraba tanta melancolía ? ¿A causa de la grotesca vida de lombriz que se solía vivir en La Mola, luchando con incorpóreos ? Esa noche Joaquín supo que era distinto a los demás de la Mola, y que, a lo largo de toda su vida, le atosigaría esa sed insaciable de él mismo. Repentinamente, una calma chicha se apoderó del carguero gigante y de su ensoñado capitán. Se veló la luna y entonces el viento llegó, aullando. De golpe se levantó un mar furioso, escupiendo espuma por los aires. El valeroso capitán bajó prudentemente de la agitada gavia del pino. Sin embargo, un ataque de coraje le calentó las mejillas. ¡Echar lastre ! decidió el Capitán. Se aproximó al acantilado. El mar endemoniado le escupió en plena cara un soberbio chorro de espuma, como para reírse de él, como para significarle que se mofaba de los capitanes y demás bichos. Joaquín no pudo aguantar más, y bombardeó con piedras al insolente vacío. Un espantoso estrépito se dejó oír, un agudo ululato desgarró la noche y, de repente, el Capitán sintió bambolear al buque. No cabía duda, el casco de popa acababa de quebrarse. Joaquín temblaba. El carguero gigante se encallaría, y la isla se quedaría así para siempre, apalancada de flanco, gran buque herido. El viaje tocaba a su fin. Necio y torpe, el niño recorría el borde del acantilado, maldiciendo y chillando al viento y al mar culpables de aquella catástrofe e insultándose a sí mismo, que no supo prevenirla. Una gran roca, al borde de la fachada, le dio la idea de que todavía se podía salvar todo. Encogiéndose de hombros, la sacó de quicio, esperando que, al tirar tal lastre al mar, llegaría a desencallar el barco. El bloque rodó y desapareció en el vacío. Hubo el estruendo de la caída final al que, curiosamente, le sucedió un gran grito del mar. "¡AYYY ! ¡Me ca... en Dios y la madre que lo parió ! ¡AY !". Joaquín pasmado se asomó. Ignoraba que el mar pudiera volverse tan grosero. Sin embargo, cayo en la cuenta de que las aguas se habían calmado tal y como se habían levantado. Pero ahora le tocaba elucidar el misterio de la inesperada zafiedad del mar. El niño se alegró de que, de repente, su vida se volviese tan real, y que en vez de luchar con fantasmas, fuera ahora a desvelar sigilos e investigar sobre misterios de la naturaleza. Siguiendo senderos de cabra, bajó hasta el mar. Las olitas, lastimosas, parecían gimotear. Joaquín vio su roca, apenas rota, en medio de surcos de agua. Magnánimo, el niño decidió no dejar sufrir más al mar y apartar la roca que le oprimía.

Mientras se acercaba, la piedra se puso a hablar, bastante indistintamente. "...Ayuda..." dijo. Joaquín se detuvo, preguntándose si era una forma de los elementos de acatarle como triunfador. Sin embargo, al darle la vuelta a la roca, los pies descalzos del niño tropezaron con un cráneo, el cráneo de un hombre desmayado que todavía gemía endeblemente. Un desconocido venido del mar... ¡Un contrabandista ! no cabía la más leve duda. El corazón del niño le latía fuerte y rápido. Pensó en ir a buscar a su padre, pero recordó que, seguramente, a estas horas estaría ebrio. Considerándolo más detenidamente, Joaquín no encontró ningún motivo para que Perico su padre se apropiase de este gran acontecimiento : la detención de un Contrabandista. El niño evaluó que, al fin y al cabo, la presa era suya, puesto que la había encontrado en el agua. Así lo regulaba el Código del Mar, que le había enseñado su madre. La presa se llamaba fortuna de mar y era una regla tan antigua como la humanidad misma. Arrastró entonces su fortuna de mar, el contrabandista sin conocimiento, hacia las entrañas de La Mola, a un escondite que su madre le había contado. Era una hernia en las tripas de la montaña, con una reja oxidada pero sólida. Volvió a la casa del faro para robar el candado del armario de los licores, lo que, al día siguiente, induciría Antonia a gritarle a Perico unas finezas en francés. Alcooliqueux ! Trudouculeux ! Por su lado, Joaquín, se sentía más relajado. Tenía la situación bajo control. El contrabandista estaba bien encerrado, en las oscuras tinieblas de la Mola. En los siguientes días, nadie pareció percatarse de nada. A veces las viejas de la plaza comentaban entre sí que las aves nocturnas parecían más numerosas este año. Sus horribles llantos se oían a cada hora del día o de la noche, pero nadie en el pueblo les hizo caso porque era sabido en el Pilar que estas viejas ya no estaban en sus cabales. En cuanto a los misteriosos restos de barca encontrados en Es Calo, tampoco preocupó mucho a la gente. En Formentera, nunca se discutía de lo encontrado en el mar. Joaquín respetaba escrupulosamente esa tradición. Tomando miles de precauciones, mirando cientos de veces por encima de su hombro, el niño bajaba cada día hacia Es Calo, dónde se dirigía a las calas. Se escurría por los pasadizos de la Mola con innegable placer, le gustaba esta jaula de penumbras. Llegaba silencioso al escondite y se sentaba a poca distancia, olfateando, paladeando el olor leonado de su prisionero. Era suyo, la primera cosa que poseía, su fortuna de mar. Sin embargo, Joaquín no tardó en comprender que la posesión conllevaba ciertas obligaciones. Al más mínimo ruido, el hombre aullaba hambre, insoportables llantos que no parecían humanos. La primera vez que se topó con esa desesperación, Joaquín horrorizado se fue corriendo. Volvió al día siguiente con una bolsa de lagartijas vivas así como una linterna. Dejó escaparse los bichos por la jaula. El hombre se despertó con un gran grito. El niño encendió una cerilla. En el resplandor, vio al hombre comerse la lagartija todavía bulliciosa, la cola agitándose locamente en medio de la boca, y de repente escupirla toda. Titubeante, el desesperado se colgó de la reja, guiñando los ojos, incrédulo, cautivado por la luz tenue. Su cara derruida se hundía en sus inmensos e inexpresivos ojos. Parecía más viejo aún que el viejo brujo del Pilar. Pero para Joaquín, la cruel realidad era esa : el prisionero ya no se parecía más a un contrabandista. Desequilibrado, el niño dejó caer la cerilla al suelo, alumbrando furtivamente sus pies descalzos. El prisionero entonces habló al niño en la oscuridad, chapurreando un hablar incomprensible y, no obstante, de sonidos hechizantes e incluso emocionantes. Quizás hablaba francés. Joaquín encendió una segunda cerilla. El prisionero se quedó quieto y mudo, atrapado por la luz tal una mariposa de noche. Joaquín supo que nunca le dejaría ir. "... Hambre... " murmuró endeblemente el hombre antes de desplomarse. Joaquín echó a correr por el laberinto. Había que conseguir lo antes posible comida para contrabandistas. Pero el niño apenas podía merodear por la casa del faro, por la estricta vigilancia que ejercía Antonia en el hogar. Fue entonces cuando tuvo la brillantísima idea de visitar a los abuelos que no le querían ver.

De hecho, Joaquín les vio e incluso les tocó el brazo. Cuando llegó a su casa, la abuela trenzaba bolsos en el porche y luego se ocupó en la cocina. El abuelo fumaba al lado de la chimenea después de haber espaldado higueras. Pero no se emocionaron con la presencia del nieto, ni siquiera hicieron algún tipo de comentario. Cuando tocó la campana, salieron juntos a pasear por sus tierras. Mientras caminaban, Joaquín bailaba delante de ellos. Pero no reaccionaban. Sin embargo, recogieron la leña que su invisible nieto dispuso en su camino y regresaron a casa sin decir palabra. Capitán de carguero gigante es una ardua vida de solitario, pensó Joaquín cansado, mirándoles alejarse. Los elementos hacen lo que se les antoja y a veces uno, frente a ellos, puede llegar a dudar de su propia existencia. No obstante el niño comprendió muy rápidamente las ventajas que otorgaba la condición de fantasma. La cocina de la abuela estaba repleta de delicias. Llenándose los bolsillos sin hallar la más mínima oposición, Joaquín concluyó que un espectro sólo podía cometer exacciones irreales. Volvió varias veces, pero los abuelos nunca parecieron percatarse de su presencia. Tampoco se vaciaron las estanterías de sus víveres, como si se negaban a reconocer el hecho de los robos, reemplazando enseguida lo desaparecido. Gracias a la voluntaria ceguedad de sus abuelos, el prisionero de Joaquín comía bastante para sobrevivir. La vida a bordo del carguero gigante seguía un pacífico rumbo. Sin embargo, un buen día los hombres del Pilar aparecieron en la casa del faro, preguntando por Perico.

Este pensó en una boda cualquiera y bajó despreocupado, con una botella de vino tinto, riéndose de los lamentos de Antonia. Jocosamente, enseñó la botella a los compañeros, pero sus caras cerradas le desanimaron. Perico no lo entendía. ¿Qué les pasaba, no era boda sino entierro ? En voz baja el herrero murmuró algunas palabras oscuras, enseñándole algo. La botella de vino tinto se rompió en el suelo en un charco oscuro. Joaquín, escondido detrás de un tinglado, vio entonces a su padre llorar, por primera vez en su vida. Perico de la Insula lloraba entre sus manos. El niño intuyó en ese momento que los del Pilar habían descubierto a su prisionero y que su padre se avergonzaba de que por su parte nunca había conseguido pillar ni pizca de contrabandista. Deseoso de acortar la vergüenza paternal, Joaquín se adelantó en medio del grupo de hombres. Sin embargo, en medio de estos, se sintió repentinamente muy pequeño. Tan grande fue el silencio que observaron los payeses que parecían inmensos. Uno de ellos mostró al niño en la cara la linterna que se había olvidado frente a la jaula del prisionero. Joaquín sin vacilar la cogió y se la enseñó orgulloso a su padre. Pero este le respondió con una mirada terrible, una mirada sin oportunidad de marcha atrás. Una mirada mucho más allá del enfado, que dio a entender al niño que nunca le volvería a ver. "Llévenselo" dijo Perico a los del Pilar a modo de adiós. Les dio la espalda y volvió al faro. El grupo de hombres, graves y mudos, escoltó al niño desorientado hacia el pueblo. A media distancia se escuchó una doble detonación. Joaquín ni se dio la vuelta. Le mandaron a Barcelona, al colegio de huérfanos, sin denunciarle, en recuerdo de Perico que había sido un Guardia Civil tan simpático. Echaron al mar sus cenizas y las de Antonia, desde el faro de la Mola. Joaquín no participó en la ceremonia. Apenas llegado a Barcelona, se escapó, escudriñándose como polizonte a bordo de un carguero ruso, rumbo a África.


[1] En Formentera, el juego de naipes apostando naranjas era el único juego social autorizado para mujeres.

[2] “Placer de amor solo dura un día”, famosa canción realista francesa

[3] Barca típica de Baleares

[4] ¡Sinvergüenza ! ¡Has bebido !

[5] Me voy, me voy

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