La niña se había quedado con una cosa en el cuerpo, que le iba creciendo y aumentándose. Se la había callado, aunque de mala gana. Hasta que no pudo con ella, y tuvo que contarla :
Un día que se había asomado al dormitorio de sus padres, les vio desnudos y echados sobre el lecho ; su padre, con una castaña recién cogida para que se acabe de madurar ; su madre, con dos huevos, hablando en su sueño : "Cual el cuervo, tal su huevo".
Una detrás del otro, como acompasados, se tiraba cuescos, apretando sus culos, que parecían capachos.
Nunca se hubiera imaginado ella que sus padres fueran unos pedorros. Así que se prometió que, al día siguiente, estando a la mesa del desayuno, les preguntaría que si sabían del problema que tenían, pues pedorreaban fuertes e impetuosos en su sueño.
A la mañana siguiente, moderadamente fría, sentados a la mesa, la niña les dijo a sus padres en son de queja o censura :
- Padres, ayer os vi sobre la cama desnudos. Parecíais una foca marina y un león marino. Esto no fue lo peor de todo. Para mí, lo peor vuestro fue que no dejabais de pedorrear a cual más. Además de que a padre se le oía Rebuznar, o roncar más, como un bellaco que bufa.
- Por tres veces roncaba usted padre, y madre le contestaba a coro.
- Lo que yo quiero, y me pregunto, es que porqué la música de tantos cuescos, que atufan ; y si, alguna vez, habéis contado los cuescos confirmados.
El padre, que era el más dotado a este efecto, alzó la voz, contestándole a la niña :
- Hija, yo sé que abro una larga procesión de cuescos, y que tu madre, con toda su fuerza, me contesta a coro. Son hechos confirmados.
- No quiero engañarte, hija ; pero estos cuescos son besos perdidos, y repetirles debo.